Yo
no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una
manifestación de personalidades.
En
mí, la personalidad es una especie de furunculosis anímica en estado crónico de
erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad.
Desde
que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que me rodean, que mi
casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en
todas partes: en el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, hasta en el W. C.
¡Imposible
lograr un momento de tregua, de descanso!
¡Imposible
saber cuál es la verdadera!
Aunque
me veo forzado a convivir en la promiscuidad más absoluta con todas ellas, no
me convenzo de que me pertenezcan.
¿Qué
clase de contacto pueden tener conmigo —me pregunto— todas estas personalidades
inconfesables, que harían ruborizar a un carnicero? ¿Habré de permitir que se
me identifique, por ejemplo, con este pederasta marchito que no tuvo ni el
coraje de realizarse, o con este cretinoide cuya sonrisa es capaz de congelar
una locomotora?
El
hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo, para
enfermarse de indignación. Ya que no puedo ignorar su existencia, quisiera
obligarlas a que se oculten en los repliegues más profundos de mi cerebro. Pero
son de una petulancia... de un egoísmo... de una falta de tacto...
Hasta
las personalidades más insignificantes se dan unos aires de trasatlántico.
Todas, sin ninguna clase de excepción, se consideran con derecho a manifestar
un desprecio olímpico por las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de
toda especie, discusiones que no terminan nunca. En vez de contemporizar, ya
que tienen que vivir juntas, ¡pues no señor!, cada una pretende imponer su
voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y los gustos de las demás. Si
alguna tiene una ocurrencia, que me hace reír a carcajadas, en el acto sale
cualquier otra, proponiéndome un paseíto al cementerio. Ni bien aquélla desea
que me acueste con todas las mujeres de la ciudad, ésta se empeña en
demostrarme las ventajas de la abstinencia, y mientras una abusa de la noche y
no me deja dormir hasta la madrugada, la otra me despierta con el amanecer y
exige que me levante junto con las gallinas.
Mi
vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una
explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente.
El hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo de dificultades,
antes de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas
personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier cosa y esperar
que se extenúen discutiendo lo que han de hacer con mi persona, para tener, al
menos, la satisfacción de mandarlas a todas juntas a la mierda.
OLIVERIO GIRONDO